Empieza la proyección. Un alquimista vestido en andrajos recubre una casona en ruinas con ecuaciones herméticas. Lo hemos visto antes, pero hay una distorsión. Después tomará otro rostro, un tanto más barroco y hará taxonomía de nuestro universo natural y su propio mundo diegético. Sabemos quién es, porque no es la primera vez que pisa un escenario, o una pantalla, para perdonar a sus enemigos y pedir que, con la indulgencia de nuestros aplausos, le demos libertad.
El nombre en cuestión del personaje es Próspero, protagonista de La tempestad. Los dos cuadros mencionados son su encarnación delante de los lentes de Derek Jarman y Peter Greenaway, dos nombres que aparecen siempre que se habla del cine experimental británico. Sucede algo curioso, un retorno a una tradición dramática mediante un juego con la estructura fílmica. Un retorno a Shakespeare. Una revisión donde parece ensayarse una poética en una obra que es fácil identificar con el proceso escritural.
Próspero, duque exiliado de Milán, usurpa el dominio de una isla de la bruja Sycorax, y con su superior habilidad mágica pone bajo su mando a los seres que ahí habitan: Calibán, el hijo monstruoso de la hechicera y Ariel, un espíritu aéreo deseoso de libertad. Gobernante y artífice del nudo teatral, la agencia con la que opera parece convertirlo en una especie de autor de la isla.
Es con esta agencia que se mueven los dos Prósperos que vamos a analizar. Directores de lo que acontece en sus dominios, marcarán la forma con la que se volverá a contar su historia. En este sentido, propongo que lo que se ensaya aquí no es tanto a Shakespeare como tal, sino la aproximación en sí que ambos directores tienen respecto al objeto que filman. Las estrategias de ambos alquimistas se van asentar en el repertorio visual y retórico, volviéndose, de manera deliberada o no, espejos de una ars fílmica particular. Volver a esta obra donde el stratfordiano remarca sus artilugios, su arte para encantar y sus espíritus para hacer las cosas suceder, obliga a ensayar los artilugios propios.
Dice Eliot que una de la fallas y deudas más graves de la crítica con Shakespeare es la tendencia de los críticos a identificarse con Hamlet, el personaje, y no atender del todo a Hamlet, la obra, remitiéndose con cierto desdén al Werther de Goethe y al grueso de la obra de Coleridge quienes convierten al príncipe de Dinamarca en un receptáculo de sus propias manías poéticas. Suponiendo sin conceder que el autor de La tierra baldía esté en lo correcto, sería aun así una necedad negar el interés técnico que hay en este proceso de apropiación. En el caso de Jarman y Greenaway, la articulación de Próspero como una máscara de sus poéticas implica un diálogo, en términos casi insolentes, con la tradición dramática y la inserción de dos concepciones fílmicas experimentales en un caótico convivio histórico.
A. Jarman y la alquimia del punk
Derek Jarman escribe su guion no con lápiz, sino con una goma de borrar. Haciendo una reducción y reacomodo del libreto de La tempestad, el director toma una actitud pragmática hacia el texto desde la concepción del filme, al grado que la actriz Toyah Willcox, quien interpreta a Miranda, dice con desenfado “Derek cortó todas las partes aburridas, por lo cual estoy muy agradecida, y es que Shakespeare no parlotea a medias”. Más allá de una cuestión inteligibilidad, a mi parecer la decisión obedece a una intención de separar la obra del teatro.
Jarman era ya una personalidad en el mundo teatral inglés, siendo para 1979, año del estreno de su película, un consumado escenógrafo. Familiarizado con las diferencias entre ambos medios, el corte y reacomodo del texto no solo acota las dificultades presupuestales, sino que permite tensionar el texto a un ritmo cinematográfico propio. La exposición de los orígenes de Próspero y sus planes no se concentra en las primeras escenas como sucede en la obra, sino que se dosifica, generando un aura de misterio en el ambiente tétrico que es esta versión de la isla.
Una casona en ruinas por el fuego. Una costa filmada con filtros azules. La isla de esta tempestad es un ambiente extraño y torcido. Hay una sensación de anacronismo y liminalidad que permea toda la película.
El Próspero de Jarman es un alquimista taciturno y amargado, con una intención real de hacerse justicia, pero con cierto desinterés por las agendas de sus allegados. Interpretado por el inolvidable Heathcote Williams y su semblante de desdén eterno, esta versión del duque de Milán funciona como una especie de director y editor dentro del filme, gestionando la cohesión diegética con los cortes y reacomodos del texto.
La magia que retrata Jarman combina un aspecto terrenal y carnal con una estética siniestra. Sus allegados sobrenaturales toman la forma de una suerte de personal de mantenimiento en el caso de Ariel, y la de un grotesco siervo/bufón en el caso del salvaje Calibán. La practicidad de la magia fuera del naufragio se mantiene en una ambigüedad exacerbada por el uso de filtros y el espectral juego de sonido. Aquí el juego mágico sirve como un acento sobre un complot práctico. Cómo en un buen truco de espejos, las fórmulas alquímicas con las que se permea la casona sirven para distraernos de la materialidad de este recuento; sin embargo, se hace alusión a un esoterismo de orden superior, un tipo de hechicería que mueve a la estructura misma de la historia. Este Próspero, pobre en pirotecnia, marca su dominio dictando los bordes del sueño, dónde empieza y termina.
La disparidad entre vestuarios, lenguajes corporales y tonos de enunciación actoral ahonda la sensación onírica que permea a esta adaptación. Parece que esta isla funciona como un caldo primordial para las distintas formas que adquiere el deseo de sus habitantes, una suerte de inconsciente que contiene la cronología de las distintas puestas en escena de La tempestad. En este barroco anacrónico, la vista del mago es primordial para encarnar la forma visual de los personajes. El Próspero de Jarman ejerce una praxis mágica análoga a la del director. Fascinado con una teatralidad de excesos que roza lo camp, esta versión del protagonista lleva a cabo su plan situando a aliados y enemigos en un ambiente de claroscuros visuales.
Desenfadado en sus gestos, pero inamovible en el plan final. Hay un gesto creador similar al del Dios cartesiano quien, una vez lista la mecánica elemental del mundo, lo deja correr por sí solo, interviniendo sólo de manera escatológica para darle fin. Esta relativa libertad da un rango de movimiento a los actores, que si bien nunca abandonan el texto para improvisar, sí se permiten introducir una corporalidad propia. Esto le inyecta al filme una organicidad que hace más duro lo desconcertante de la apuesta audiovisual.
Esta libertad pareciera ser un germen del espíritu contracultural que floreció en el anterior filme de Jarman, Jubilee, pero trascendiendo la estética de origen. El punk es la escalera que se tumba tras escalarla, dejando atrás su paleta de color y su indumentaria, pero manteniendo un espíritu de incomodidad e ironía que permea de manera etérea el ambiente de la isla. La subversión se mantiene como un gesto formal y visual. El hallazgo en este retorno a Shakespeare tiene que ver con la manera en la que se afronta al canon desde la disidencia. Si bien el mismo director señala que su fascinación por la cualidad onírica de la obra es la que lo llevó a adaptarla, la apuesta formal que le da forma a la película deja ver algo en sus resquicios: un modo de lidiar con el peso de la historia cultural. La identificación con el gesto metaescritural de Shakespeare en La tempestad le permite a Jarman situarse dentro del canon y rearticularlo. La apuesta contracultural no es el borrado de los hitos artísticos hegemónicos, sino su cabinalización. La isla se vuelve un punto de parada necesario para lo que sucedería en el posterior trabajo cinematográfico de Jarman. La libertad histórica que le daría carne a su magnífica Caravaggio, el grito furioso de The Last of England, o el bello testamento formal y político que deja en Blue antes de morir por complicaciones relacionadas al SIDA SIDASIDA en 1994.
La secuencia final de la película es un cambio abrupto tanto de tono como de apuesta visual. La mascarada que resuelve el conflicto de la trama le brinda al filme una nueva paleta de colores, más luminosos, evocando la llegada del sol. Una danza y una interpretación de la canción “Stormy Weather” por la etérea voz de Elisabeth Welch. Pareciera ser que en este momento lo siniestro se disipa tal como lo hace la tormenta. Sin embargo, hay un cambio abrupto. El festejo acaba y volvemos con Próspero siendo arrullado por su sirviente Ariel, quien huye aterrado. El duque de Milán se dirige al público, ahora solo en esa abadía dilapidada. El filme acaba. La fantasía onírica se acaba por una suerte de decreto. El gesto del demiurgo para acabar con su propio cosmos.
B. Greenaway y los libros del autócrata
El siglo XX inglés dio a luz a los dos máximos exponentes de la actuación shakesperiana capturados ante una lente: Laurence Olivier y John Gielgud. Es curioso pensar en el contraste de la relación que cada uno desarrollo con el arte que pasaría a inmortalizarlos. Mientras que es célebre lo expansivo del paso de Olivier por el cine desde una etapa muy temprana de su carrera, la filmografía de Gielgud previo al fin de la segunda guerra mundial es más bien escueta. Habría de ser famosa su reticencia a participar en la pantalla grande motivado por el éxito crítico y comercial de su carrera en el escenario, a pesar de las ofertas lucrativas que le llegaban con frecuencia.
Tendría que desbalancearse el status quo teatral que lo nutría para forzarlo a iniciar en forma una carrera cinematográfica. Con la llegada del teatro de vanguardia y con el escándalo de su arresto por sostener relaciones homosexuales en un baño público, Gielgud vio su rango de movimiento en la escena teatral algo más acotado. Este feliz infortunio habría de ser el inicio de una prolífera filmografía que habría de darle más satisfacciones que desazones. Ignorando, claro, su actuación en ese mugrero irredimible que fue la Caligula de Tinto Brass.
En su rico paso por el cine y la televisión John Gielgud tuvo la oportunidad de llevar a filme muchas de sus actuaciones más reconocidas en el teatro shakesperiano; no obstante, rondando el final de su carrera y de su vida, era bien conocida la ansiedad del histrión por adaptar el que fue, quizás, el más aclamado de sus roles: Próspero en La tempestad.
Tras varios intentos de producir la adaptación que acabaron en muerte de cuna, sería, no sin una buena dosis de humor kármico, un director de vanguardia quien habría de prestarse a cumplir la última voluntad histriónica de Gielgud. Hablamos por supuesto de Peter Greenaway, quien entonces estaba recién fogueado del éxito de su demencial, pero relativamente accesible, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante. Según impresiones del mismo actor, Greenaway no estaba tan familiarizado con su aclamado trabajo actoral en La tempestad, sin embargo, en esta puesta fílmica el rol de Próspero no sólo se abigarra con el espectáculo visual esperado del cine del director, sino que se expande y enuncia apoteósicamente la identificación autoral que hay con el duque: Gielgud no sólo iba a interpretar a Próspero, sino una versión del personaje que encapsula todo el arte escritural y dramático.
Prospero’s Books es, similar al filme de Jarman, una reducción estilizada del texto de Shakespeare que enfatiza al personaje al punto de la apoteosis. Esta interpretación más lírica que narrativa del texto expande los gestos meta dramáticos de la obra al punto que se delinea de manera más o menos explícita a Prospero como personaje, autor y archivista de su propio universo. El punto focal ahora son los libros con los que el duque se obsesiona y cuyo estudio exacerbado permite que lo exilien. Ahora serán estos una herramienta de organización cosmogónica. Cada tomo encierra un aspecto de la creación. Como una posible alusión a la visión de la cadena del ser isabelina, la realidad terrenal se divide en dominios encapsulados por el libro.
Los manuscritos del mago son entes orgánicos y llenos de movimiento. Con la apertura de cada uno, Greenaway utiliza una técnica de superposición de planos y animaciones que hacen un contrapunto con la actuación tan calculada de los personajes del filme, salvo el mismo Próspero. En ellos se contiene una apuesta formal que encarna los conceptos metafísicos de la creación. Hay un choque visual cada que aparecen subvirtiendo ritmo y tono, creando una sensación ominosa con su presencia. Con ellos, el duque de Milán adquiere dominio del cuerpo, la naturaleza y los conceptos metafísicos. Se convierten en la herramienta de una autoría autócrata.
A diferencia de la libertad que habíamos encontrado en la adaptación de Jarman, el Próspero de Greenaway, aquí los personajes no poseen libertad alguna fuera del ojo de su gobernante. La historia que se cuenta en una serie de tableux-vivants de estética barrroca causa extrañamiento en el devenir el de sus personajes. Sus movimientos se sienten coreografiados y la voz que saldrá de sus bocas no será la suya sino la del mismo Gielgud. Queda claro que en todo momento, la mano del protagonista mueve absolutamente todo. Una suerte de tiranía metafísica que ronda por lo siniestro.
El ars fílmica de la adaptación se mezcla con la praxis de gobierno que ejerce Próspero. Esto se ve particularmente claro en el tratamiento hacia sus sirvientes Ariel y Calibán. Ariel pasa la mayor parte del filme sin una forma física, apareciendo en superplanos con voz en off. Parte de la escena y a la vez no, sólo adquirirá una forma física estable conforme el protagonista vaya cediendo control. Caso más extremo el de Calibán, si el de Jarman era más bien un bufón grotesco, aquí tenemos un hombre bestia de movimientos bruscos y dolorosos. Es notorio el amarre de sus genitales, negando cualquier potencial de creación en su cuerpo, la herencia de su lasciva madre Sycorax. Este nivel de control sobre los cuerpos parece ligada una dirección rígida con nulo espacio para la reacción orgánica.
Viendo la obra posterior de Greenaway, se vuelve interesante pensar en las posibles implicaciones que Prospero’s Books tuvo para su poética. Pienso que una película como The Pillow Book establece un diálogo interesante al respecto del devenir de Próspero. Si este último deseaba encasquetar todo, incluyendo cuerpo y cosmos en el libro, la protagonista de la película posterior buscará en el cuerpo un soporte para la palabra escrita. Del mismo modo habría que notar el cambio cinematográfico entre un filme y otro, si bien la rigidez de Greenaway a nivel visual como de dirección sigue siendo una constante, se vuelve importante hasta cierto punto el gesto humano orgánico.
El arco del duque es llegar a la anagnórisis de su propia condición dentro del pequeño mundo que gobierna. No hay un juicio de valor moral sobre el autoritarismo con el que dirige la trama, sino que al concluir su listado de libros, Próspero se encuentra con el folio de las obras completas de Shakespeare. En este momento hay una conflagración entre la figura del actor, el director y el escritor. El proceso mágico, como la serpiente que se devora a sí misma, termina para volver a iniciar. Los libros deben ser destruidos para dejar todo listo para la siguiente encarnación. Próspero, o John Gielgud da su último soliloquio. Cerrando su historia, su cuerpo se pierde el en el fade in, dejando el espacio libre para que otro Próspero se vuelva a escribir y reinicie otra vez el sueño de la isla.
C. Buscarse en Shakespeare
Buscar algo en Shakespeare, aunque sea en esencia un capricho, implica ensayar la supuesta fortaleza formal de su obra en un ambiente cronológicamente hostil. En el caso de los dos cineastas aquí discutidos, pareciera ser que lo se pone a prueba es el gesto del stratfordiano en el que parece revelar sus trucos. Considero que en ambos casos, la identificación con este momento pone el reto sobre la mesa de reformular una determinada poética fílmica. Ya sea desde la canibalización o el examen, encarnar a Próspero, en las adaptaciones más afortunadas es encarnar y desnudar el artilugio.
Jarman y Greenaway encuentran algo en Próspero que los hace sentirse cómodos y les permite crear nuevas estrategias de vista para sus siguientes temas de obsesión. Para ambos habrían de venir momentos artísticos en los que necesitarían ponerse dolorosamente honestos respecto a su quehacer y en Próspero encontrarían algo así como la indulgencia.