Α.

 

Me confieso adicto a los callejones sin salida, a estrellarme con lo que claramente es un muro con la esperanza de que se abra una puerta, sobre todo cuando el muro adopta la forma de un ligue fallido, o de una relación erótica que, sin haber sido una completa pérdida de tiempo, –porque al menos hubo unos besos, o algunas palabras cursis, y no nada más de mi parte–, no resulta como yo quería. Recurro, entonces, como terapia, a unos versos de Parménides: imagino que soy el joven sin nombre del poema, y que la diosa que le revela el misterio del ser, voltea a verme, muerta de risa, y me habla del camino que "con dos cabezas/recorren los imbéciles mortales/cuyos pechos gobierna/equívoco intelecto./ Tan sordos como ciegos,/sin juicio, andan errantes;/sin criterio, a esta raza/parecen lo que es, lo que no es/y lo contrario iguales./No saben que el camino es circular".

Entonces me pongo a pensar en el Minotauro. Cada mañana, el hijo bastardo de la reina de Creta –con cuerpo de hombre y cabeza de toro–, se mira al espejo esperando tener otra cara, y cada vez que oye pasos –en los pasillos del laberinto que construyeron para encerrarlo–, corre a su encuentro con la ilusión de que sea Pasifae, su madre, o alguna de sus hermanas. Pero no: son los bellos y felices jóvenes que –único acto parecido al amor–, su familia le ofrece, cada tanto, en sacrificio, avergonzados por su mera existencia, y no digamos ya por su fealdad. Tal vez si dejara de alimentar su ilusión, encontraría, en alguna de sus víctimas, un rostro amigo. Los griegos, después de todo, estaban acostumbrados a las bestias: su madre lo concibió con un toro. Pero nunca pierde la esperanza y, siempre decepcionado, devora a sus visitantes sin conocerlos

Su thymós –palabra griega que traduzco por pulsión–, lo conduce a la muerte, y lo mismo le pasa a Teseo, su matador, que culmina su proyecto heroico tratando de ligarse a una diosa. En cambio, el thymós del héroe parmenídeo –el joven sin nombre que transita por su laberinto de palabras–, lo conduce al encuentro con la diosa, también sin nombre, cuya identidad ha quitado, durante siglos, el sueño a los eruditos.

La diosa afirma que sólo hay algo que podemos decir con certeza: es. Así, sin sujeto, sin predicado, pues todo lo que, antes o después de es, pueda decirse (“es de día, es de noche” “no eres tú, soy yo”), no son más que nombres, con los que tratamos de ajustar el mundo a nuestra opinión.

 

Β.

 

Es tentador sentirse Teseo, el libertador de Atenas, cuando se tienen delirios mesiánicos. Su figura es más atractiva que la de Jesús; a diferencia del nazareno, él no obedece a su padre: lo mata. Egeo, rey de Atenas, rendía puntualmente al rey Minos, cada nueve años, el tributo de catorce jóvenes para alimentar a su Minotauro. Avergonzado de la debilidad de su padre, el príncipe se embarca con las víctimas para matar a la bestia, y en vez de entregar, como él, sus mujeres a los bárbaros, regresa, victorioso, con las hijas del enemigo: cuando se cansa de una, la cambia por la otra, y en uno de esos descuidos que delatan el deseo, se olvida de ondear las velas blancas que le pidió su padre, para saber, cuando viera su barco a lo lejos, que su hijo volvía victorioso. Creyéndolo muerto, se arroja a las aguas y Teseo se convierte en rey, un rey con la mirada fija en el futuro, donde brilla el kléos, la gloria por la que se matan los héroes de La Ilíada. Las monótonas figuras de los mortales que lo aman, son para Teseo escalones del camino hacia la gloria. Con cada conquista, el miembro le crece unos cuantos centímetros: enamorar a las hijas del opresor de su pueblo; seducir a una Amazona que odia a los hombres; raptar a la mujer más hermosa del mundo y descender al reino de los muertos para ligarse a la esposa de Hades. Se libra, por accidente, del padre, y ordena la muerte del hijo porque cree que violó a su mujer. Con cada hombre al que se madrea y con cada mujer a la que se coge, inscribe otro verso en la canción que las Musas dedicarán a su gloria. Sus amantes, su hijo y su padre, lo persiguen, como Aquiles a la tortuga de la paradoja de Zenón: intenta adelantarla en la carrera, pero debe recorrer, primero, la mitad del camino, y antes de esa mitad, la mitad de esa mitad, y así hasta el infinito...

Teseo abandona a sus hijos y a sus mujeres para jugarle al héroe: para estar a la altura de ese ideal, tan seductor para los fanáticos de todo tipo –ya sea del trabajo, del sexo de las drogas...–, hay que sacrificarlo todo.

 

Γ.

 

Es tentador, si uno cree en el mito del progreso –donde los genocidios y las violaciones son recompensados con avances en la cultura–, identificar a Teseo con la racionalidad filosófica: el creador de la democracia mata a la mascota oficial del pueblo bárbaro que tenía sometida a Atenas, la patria que –dicen algunos–, remplazó a los monstruos y los sacrificios con un orden racional. Ariadna, la hija de Minos y Pasifae, se enamora de él y le ofrece el hilo con el que logra salir del laberinto.

¿No será que Ariadna, para Teseo, también es un monstruo? Frente al heroico creador de la democracia, impulsado por las ideas, ¿a quién le importa la princesa cursi que huye de su familia disfuncional a los brazos del príncipe azul? Teseo no tiene tiempo para idioteces: va siempre un paso adelante, y Ariadna se queda atrapada en el momento infinito de la paradoja de Zenón, donde se ahoga en el hubiera del recuerdo.

Abandonada por Teseo en la isla de Naxos, imagina que él vuelve, o que ella no es Ariadna y es Fedra, su hermana, la roba novios, o que sus padres no son Minos y Pasifae. Imagina que no es la princesa a la que prohibían jugar con el minotauro, sino una de sus víctimas, o que ella no es ella misma, sino Teseo, y va por el mundo raptando princesas y despertando ilusiones y matando minotauros.

Termina por soñar, simplemente, que no es: entre el ser y la nada, elige la nada. Pero en medio de la nada, es. Recuerda el último beso: los labios fríos, la mirada ausente, la sonrisa rutinaria de Teseo. Así besaba Pasifae a Minos antes de engañarlo con el toro. Hizo bien, piensa Ariadna, es idiota negar una pasión. ¿Qué importa que digan que está prohibida? Por más palabras que le pongan, no deja de ser lo que es.

Ariadna se despoja de su piel, de sus ideas, de sus recuerdos. Pero es. Quién sabe qué, pero es. Sólo sabe que no es Fedra ni Teseo ni el minotauro y que Teseo no va a volver jamás. Se ríe. ¡Qué idiota fui al hacer como que tu sonrisa cumplidora no significaba el fin! Como si una no supiera.

Frente a la terquedad de querer transformar el no en sí y el abandono en espera, ahí, ineludible, es. Ariadna deja de correr. Se desnuda, por fin, de su nombre: ya no es Ariadna, es.

 

Δ.

 

Después de tantas mujeres, de tantas conquistas… y aún no merezco una diosa¸ piensa Teseo, después de que Perséfone lo bateara en el Hades. Hasta aquí llegó su thymós: vuelve a Atenas y encuentra su trono ocupado. El minotauro y el toro de Creta pasaron de moda, hay nuevos héroes en la ciudad y ya nadie se acuerda de él.

Teseo tampoco es la tortuga de la paradoja de Zenón: es otro Aquiles, el héroe que prefirió una corta vida, gloriosa, a una larga, feliz y sin gloria. Aquiles dice en el Hades: quisiera ser siervo de un labrador en lugar del heroico rey de los muertos. Para el que mira, siempre, al futuro, "no es cierto que es;/lo que tiene que ser/es el no ser". En su incansable búsqueda de gloria, el héroe pinta su laberinto, donde corre, anestesiado, sin detenerse a descansar ni un instante. La tortuga, que parece inmóvil, avanza, paso a paso, en el presente del es, que no fue ni será: el mejor de los mundos posibles, porque es el único que hay.

Desterrado, sin hijos, sin amigos, sin amantes, Teseo, como Ariadna, deja, al fin, de correr. Ya no hay más camino para su búsqueda estéril. Sólo queda una palabra: es.

 

E.

 

Ariadna, tras estrellarse con todas las aporías, se cansa de seguir el camino empedrado por las palabras del mundo, "de los hombres/las opiniones, de verdad vacías": qué es amar, qué es desear, qué no es.

Harta de la soberbia de los hombres, que enamorados de sus propias palabras, confunden lo que dicen con lo que es, Ariadna se liga, ella sí, a una deidad: Dionisio, dios del vino, del teatro y de las orgías, se enamora de la mortal alérgica, desde siempre, a los nombres –princesa, obediente, mujer–, y a todas las prohibiciones –no puedes, no debes, no eres–: ella, simplemente, es.

En el umbral de la muerte, despojada, al fin, de su nombre, está lista para volverse diosa: Dionisio, que en medio de las tragedias se ríe, convierte a su novia en estrella, "de la verdad redonda el corazón/al que nada estremece".

Las estrellas guardan, en su interior, agujeros negros, y guían, en medio de la oscuridad, a los mortales extraviados. El sol destierra a las sombras, no así la noche a la luz.

 

 

Ζ.

 

Teseo, en el umbral de la muerte –la mirada fija en las estrellas–, sueña con el hilo que lo sacó, alguna vez, del laberinto. La diosa reconoce al hombre que la dejó, no por malicia, sino por olvido, cuando era todavía una mortal, y le concede volver, un instante, a ser joven, para reconciliarse, al fin, con el es.

 

 

H.

 

La fiel, la que espera, enamorada del pasado. El infiel, el que huye, enamorado del futuro. ¡La pareja perfecta!: melancólicos que renuncian al presente por la promesa incierta del no ser

 

 

Θ.

 

Libres, ya, de su nombre, le dictaron a Parménides, en un rapto de inspiración divina (y de probable crisis personal), unos versos para que dejara –que lo sabio no le quita lo mortal–, de estrellarse con el muro.